Había una vez en una lejana provincia
del Huila Colombia, un Consulado llamado Pitalito. Gobernaba por entonces el
Barón don Miguelito de los Ricos, y aunque no hacía apología a su abolengo, sí
quería ser rico después de salir de su mandato. Nombró para que se ocupara de los
asuntos culturales a una princesita llamada Marly de los Morenos y Parra,
casada con el principito Hilde de los Alfonsos y Morenos. Todo marchaba muy bien,
hasta que llegaron las fiestas tradicionales, y ni corta ni perezosa, la princesita
contrató todo el festival con una entelequia llamada ‘Samar,’ cuya dirección
era la misma que poseía el castillo de los Morenos.
Semanas después de terminado el
festival, y habiéndose gastado todo el oro y el moro presupuestado para las
fiestas, alguien de esos que meten la nariz más allá de lo permitido, recolectó
copia del pergamino donde estaba escrito el contrato y lo envió a la Corte del
Rey para que investigará, porqué figuraba la dirección del consorcio contratante
en el mismo castillo de los Morenos. Pero antes ya habían informado de la
situación al Cónsul don Miguelito de los Ricos, quien de inmediato llamó a la princesita
y le dijo al oído: “no te preocupes mi princesita, que esos rumores son solo dardos
disparados desde los ángulos de la oposición a mi purpuro gobierno.
Indudablemente no debes dar papaya, porque de lo contrario tendré que prescindir
de tus valiosos servicios.”
La princesita Marly, al ser
llamada por los cortesanos del rey para que respondiera por la supuesta favorabilidad
en el contrato, respondió muy erguida: “mira mi señor y dignísimo magistrado,
lo que sucedió es muy sencillo y fácil de explicar. Resulta que en la ciudad de
Macondo, lugar y domicilio de la entelequia ‘Samar,’ existe la misma dirección
y nomenclatura de mi castillo. ¿Qué culpa tengo yo y mi amado principito que
nuestra morada lleve la misma dirección?” ¡Ah carajo!—Respondió el magistrado. —Esa sí
no me la había imaginado.
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